La manada regresa
El gran dilema de hacer una secuela, más específicamente una segunda parte (ya he hablado un poco de las secuelas en un comentario que redacté sobre Fast Five), reside en dos puntos importantes: averiguar primero en qué forma o esquema fue que funcionó la primera parte, ya resida la fórmula en narrativas o en personajes, para luego decidir a partir de este primer análisis hasta qué punto puede alargarse la historia presentada en una primera, hasta qué punto los personajes dan para una nueva redondeada en sus personalidades, todo sin perder una esencia intrínseca en el resultado del filme original. Simplificado: ¿qué tanto debe repetirse, qué tanto debe innovarse en una segunda parte? Más importante aún: ¿es necesaria hacer una segunda parte? Interesante recalcar que estas preguntas, si bien aparecen especialmente en la cabeza de los productores, con respuestas generalmente afirmativas (proliferando éstas en los últimos años), sólo pensando en cifras de recaudación millonarias, resultan mucho más críticas en las cabezas de los espectadores, aquellos que van a las salas de cine queriendo ver más de lo mismo, y a la vez no. El peor delito que una secuela puede hacer es copiar o intentar repetirse; al menos completamente. Si uno siente que eso ya lo ha visto antes, tal vez la inercia ayude a la diversión, pero al final quedará cierta sensación de estafa.
The Hangover II cae en este crimen. Y lo hace de manera vergonzosa.
Antes de ahondar más en los motivos que me hacen hablar de un delinquir constante en esta secuela, debo confesar que me divertí viéndola en pantalla grande. No voy a negar que me reí, y mucho, que carcajeé un par de veces, que probablemente tenga momentos memorables aquí y allá, contados con los dedos, pero presentes al fin y al cabo. El hecho de haber visto la primera parte hace un par de años (es del 2009) hace que algo que ahora me resulta notorio, en el momento del visionado quedara en un simple deja vú que no molesta. Ojo, esto tiene mucho que ver con la habilidad de Todd Phillips de fabricar la comedia, de coger a sus actores, ya sean éstos dos (Due Date), tres (Old School) o cuatro (esta), y hacer que una química brote naturalmente, asolapada, hilarante y acogedora. Pero quiero recalcar por qué esta secuela, a pesar de entretenida, me parece un esfuerzo sin mucha trascendencia: claro que para aquellos que vieron de frente la segunda parte, sin ver la primera antes, lo que diga a continuación no tendrá mucho sentido.
The Hangover Part II resulta esquemática de inicio a fin, una fórmula que se repite con un simple intercambio de variables. Importante subrayar que la fórmula en sí es efectiva, y justamente la responsable de que la primera haya resultado tan exitosa en su momento, un hito en la historia de la comedia contemporánea, tal vez, sobretodo por ser la responsable del fin del monopolio Judd Apatow: este salto al futuro y la reconstrucción de un pasado borroso a través de la pesquisa, de las pistas, del rompecabeza disperso que aparece frente a ellos, todo en torno al tema de la borrachera, de las lagunas mentales que se desprenden de la resaca. Sin embargo no se trata aquí sólo de usar una esencia que serviría para hacer mil y una secuelas, una receta sabrosa de galleta cinematográfica, sino que también se decide usar el mismo molde con los mismos toppings.
Es así que en vez de perder a su mejor amigo por casarse, desaparece el hermano de la bride-to-be de Stu; en vez de un tigre, y un bebé, tenemos a un mono que cumple la misión de ambos; en vez de la desfiguración física de Stu en forma de agujero en su dentadura, esta vez se trata de un tatuaje en su cara; en vez de la mafia china, es la CIA la que los persigue esta vez; en vez de perder cien mil dólares en una mochila, esta vez se pierde un código de cuenta bancaria en un papelito en el que hay depositados un millón de dólares; en vez de Las Vegas, ahora se pierden en Bangkok; el Sr. Chow en vez de salir de la maletera de un carro, sale de una hielera; en vez de Mike Tyson, esta vez tenemos a Mike Tyson (¿uh?).
Más allá de la repetición simétrica de lo sucedido en la primera parte (si cronometramos tiempos, tal vez podrían suceder eventos similares en ambas proporcionalmente en la cronología), el problema es que los personajes se sienten estancos y sin procesos de evolución. Mientras la primera parte nos presentaba a este trío de outcasts, adolescentes atrapados en cuerpos de adultos, de líos internos que se exteriorizaban en su manera de lidiar con las sorpresas que les hacían frente, y a partir de estas personalidades formularse los chistes, en esta segunda simplemente estamos frente a tres caricaturas que están a favor en los chistes, los cuales podrían ser intercambiables y funcionarían tal cual.
El dilema de Stu de la primera película de safarse de una vida que lo oprimía, de inhibiciones y autocontroles excesivos ya no está aquí, y si bien hay una necesidad suya de hacerse notar antes de la boda, de demostrar al padre que vale la pena, este conflicto apenas si aparece en las primeras y últimas escenas, nada del medio influyendo en el cambio de su carácter (en The Hangover del 2008 este conflicto estuvo presente durante la hora y cuarenta de filme). Phil era el líder del grupo, el chico bonito, aquel que mantenía armonía en medio de personalidades más complejas como las de Stu y Alan, el catalizador; en esta segunda parte sigue cumpliendo esta misión, pero al ya saber que está casado, al refrenar sus excesos, algo que se revelaba al final de la primera parte y dimensionaba su ser, esta vez queda relegado al fondo, sin pintar mucho.
Alan sigue siendo el personaje más interesante de los tres, y esto se debe gracias al extraordinario talento de Zach Galifianakis para vivir la comedia: no se trata de contar chistes o de meterse en ellos, sino que él ES el chiste. Y es por eso que funciona de manera tan natural. Es cierto que en la primera parte él fue el centro de atención, pero había un equilibrio par con otros dos co-protagonistas que tenían sus momentos también: aquí el único que tiene momentos es Alan, desde su repudio hacia el hermano de la novia de Stu, hasta aquel cariño infantil por su 'primera' (suponemos) mascota, el mono. Pudo hacerse mucho más con este personaje, pero se siente que lo limitan: aquella epifanía cándida que tiene en el convento materializa aquella visión infantil que tiene Alan del mundo, con todos como niños; sin embargo, esta queda en un momento aislado, y no aprovechado a futuro a ahondar más en la personalidad del personaje. (Felizmente ahora se anuncia una tercera parte que giraría en torno a Alan encerrado en un manicomio y un rescate de épicas -y cómicas- proporciones). Recordemos que la 'rareza' de Alan es la que ayuda a la resolución de la primera película, la responsable de que todo salga bien al final, la que hace que este trío de personas adversas se convierta en 'la manada': poco de ese compañerismo y comunión hay en el desenlace de esta, más bien cerrándose nudos separadamente. Por cierto, que aburrido final.
Por el lado del humor, también tenemos fallos. Todd Phillips es un director que poco a poco empieza a crearse un estilo, el de hacer chocar inverosímil y cotidiano, hilvanando situaciones poco probables hacia el infinito, siendo el más preciso ejemplo de eso Due Date, Todo un Parto, el año pasado. Y si bien la película comienza por allí (a mi me emocionó la muerte inesperada de Chow, la necesidad de enterrarlo y... allí quedó esta hilación absurda), luego se queda en lo cotidiano, en lo simplón, en el chiste grueso que aparece de la nada y, sí, hace reír, pero poco. Es curioso eso: he reído más fuerte en esta película que en la primera parte (la escena de la travesti y Stu debe ser la más hilarante de la saga, pero ¿encaja?), pero con la original he reído más, mucho más, porque era constante la risa, y no contada.
¿Qué vale más? ¿Reír más fuerte, un par de veces? ¿O reír por hora y media, in crescendo, sin momento con el abdomen suelto? Esperemos que la tercera aprenda de este segundo intento.